Marcharme sin amor y sin orgasmos, pero con dignidad

Aquellos eran otros días con tardes muy diferentes a las de ahora. Aquellas tardes eran de veranos calurosos, sudor en el cuello, margaritas sin limón y escaso amor. Aquellas tardes eran buenas, eran esos los momentos en los que tú sabías fingir orgasmos mejor que yo y en los que yo no fingía nada. Era cuando yo me tomaba siete minutos en el verano desde que cruzaba tu puerta con un beso en la mejilla hasta que cruzaba la mía con las manos llenas de arrepentimiento. Pasaba por la casa roja de tu esquina, el quiosco de doña Concepción y los postes cortos.
En invierno me tomaba diez minutos. Diez minutos en los que siempre me iba de la misma manera, a veces preguntándome porqué estaba yo empezando a fingir contigo.
Eran otras tardes, diferentes a las de ahora. Aquella última fue la mejor, la de la pelea, la de los insultos hirientes. Esa tarde en la que me fui llorando y medio riendo, sin saber bien porqué. Meditando por diez minutos viendo en el cielo las ganas de llover. Me fui llorando por el final, y porque pronto me iría de viaje lejos y así, tan a secas, no te despediste.
Y me fui medio riendo porque ya no te estaba amando y aprendí a fingir mejor que tú, y tú, en tu enceguecido ego, no te diste cuenta.